Dicen que lo más difícil es “perderle el miedo” a la hoja en blanco, pero yo nunca le tuve miedo a eso. Le tuve más miedo siempre a la hoja ausentada de espacios en blanco.
Las ideas vienen de la cabeza, a través de imágenes, se vienen situaciones, rostros, manos, miradas, con suerte algún recuerdo personal (que casi nunca escribo, dije casi; pero están tan camuflados que pocos se dan cuenta cuales fueron reales y cuales inventados). Nunca fui buena describiendo personajes, o cuartos, escenarios, para eso soy pésima, me aburro, me parece “subestimar al lector” (estoy racionalizando mi impotencia a la hora de ser descriptiva. Hay que racionalizar la emoción siempre. A lo incómodo se responde andando)
Recurro por lo general a imágenes y a sensaciones y siempre que me meto en la situación me pregunto cómo siente, qué piensa esa persona que me imaginé. Me meto tan adentro de ese mundo que por momentos me creo que soy ese personaje y lo habito. Lo bueno que tiene este recurso, no es solamente la escritura desde la entraña, es también que uno puede ser todo aquello que racionalmente no sería nunca, un hombre, un torturador, un hijo de su madre, una nena de 3 años, un duende, un reloj, en fin, cosas que nunca seré.
Hay veces que sufro tanto como los personajes (y esto no es exagerado, esto es así) y si sufro mucho es porque algo falló y algo mío también está presente; pero claro la gente cuando lee no sabe en qué parte me quebré. Me expongo poco. Me cuido bastante; pero las cosas se sienten igual y algunas personas saben siempre en qué punto me quiebro.
¡Feliz cumpleaños!
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