Llueve y mis plantas se mojan, mis canteros, mis baldosas (ojalá no mi piso flotante, porque intuyo que no sólo va flotar, sino a levitar)
-Me llamaron por teléfono, parece que se quemó el patio de la abuela – alcance a decirle a papá.
Yo me voy para allá. Cuando tenga novedades te llamo.
- Llevate el piloto.
No sé si hice bien en contarle lo de la abuela, aunque tenía que saberlo.
Llego. Hace mucho que no iba, creo que desde que se murió. Me equivoco de puerta. Nunca entendí por qué tenía dos puertas de entrada. De chica me sentía una princesa al cruzarlas.
Hay policías por todos lados, me preguntan quién soy, contesto que la nieta de la dueña. Me explican que se incendió la panadería de al lado y que las plantas del patio se prendieron fuego, que si no hubiera sido por la lluvia…
No entiendo nada. Me hacen preguntas: que hace cuánto estaba deshabitada. No sé, desde que murió la abuela.
Decido recorrerla. Me siento como cuando iba a festejar mi cumpleaños; pero mi abuela ya no está, pienso.
Quiero encontrarlo, que no se haya quemado todo; busco el cuadro con su retrato, no lo encuentro. Voy al pasillo, un corredor eterno con una alfombra marrón de plástico despegado. Nunca entendí porque no dejaban que el parquet se luciera. Busco el cuadro en otra pared, entro en todas las habitaciones. Vuelvo a recorrer el pasillo, ese que de chica me parecía interminable y hoy, lo siento más breve, algo así como las vacaciones de invierno que ya no tengo.
Vuelvo al living. Le pregunto al policía si vieron el cuadro de la abuela (ese que le pintó su hermano Juan, cuando mi abuela era joven, una mujer que no conocí).
Mamá siempre me dice que hay que buscar las cosas por los lugares lógicos y que cuando eso se acaba…
Voy al baño. Encuentro el cuadro en la bañadera. La ducha está abierta, el cuadro todo mojado, quiero cerrar la canilla, gira en falso. ¿Qué hago? Cierro la puerta del baño, me desvisto. El jean no me pasa por los zapatos, lo empujo con fuerza hacia abajo. Sale. Agarro el banquito de metal del baño que está abajo del lavatorio, tan oxidado como el de la cocina. Lo pongo adentro de la ducha, me subo al banquito oxidado, intento enroscar el pantalón para que el agua deje de salir.
Durante unos segundos parece haber bajado su caudal, pero sigue cayendo agua. Me saco la blusa, se me rompe un botón que rueda hasta la rejilla y cae.
El pantalón explota y pega contra cuadro. Enrosco con fuerza la blusa, la aprieto como si fuera un marinero desesperado. No sé hacer nudos.
Empiezo a transpirar por las manos, la frente, una gota pasa por entre mis pechos, los pega.
Tocan la puerta.
-¿Señorita, está bien?
No contesté. Me miro. Estoy mojada y con la ropa interior toda húmeda.
El cuadro empieza a flotar, choca con el banquito, lo empuja, se resbala, no llego a saltar.
-¿Señorita, está bien?
-Sí- grité.
Miro la bañadera, el cuadro se desarma con el banquito, mi ropa interior está mojada, me veo caída, el lienzo flota en la bañadera hasta cubrir mi pecho, mi rimel corrido se mezcla con el agua desteñida en millones de cuadros, el banquito a mis pies, mis pies que tocan el metal de la canilla, juego con la canilla, como cuando mi abuela me enjuagaba el pelo con sus manos y derramaba con sutil delicadeza agua tibia sobre mi pelo, supe ser la princesa…
El rostro de mi abuela se derramaba por la rejilla.
Me siento una princesa, soy una princesa, eterna princesa.
Hay policías por todos lados, me preguntan quién soy, contesto que la nieta de la dueña. Me explican que se incendió la panadería de al lado y que las plantas del patio se prendieron fuego, que si no hubiera sido por la lluvia…
No entiendo nada. Me hacen preguntas: que hace cuánto estaba deshabitada. No sé, desde que murió la abuela.
Decido recorrerla. Me siento como cuando iba a festejar mi cumpleaños; pero mi abuela ya no está, pienso.
Quiero encontrarlo, que no se haya quemado todo; busco el cuadro con su retrato, no lo encuentro. Voy al pasillo, un corredor eterno con una alfombra marrón de plástico despegado. Nunca entendí porque no dejaban que el parquet se luciera. Busco el cuadro en otra pared, entro en todas las habitaciones. Vuelvo a recorrer el pasillo, ese que de chica me parecía interminable y hoy, lo siento más breve, algo así como las vacaciones de invierno que ya no tengo.
Vuelvo al living. Le pregunto al policía si vieron el cuadro de la abuela (ese que le pintó su hermano Juan, cuando mi abuela era joven, una mujer que no conocí).
Mamá siempre me dice que hay que buscar las cosas por los lugares lógicos y que cuando eso se acaba…
Voy al baño. Encuentro el cuadro en la bañadera. La ducha está abierta, el cuadro todo mojado, quiero cerrar la canilla, gira en falso. ¿Qué hago? Cierro la puerta del baño, me desvisto. El jean no me pasa por los zapatos, lo empujo con fuerza hacia abajo. Sale. Agarro el banquito de metal del baño que está abajo del lavatorio, tan oxidado como el de la cocina. Lo pongo adentro de la ducha, me subo al banquito oxidado, intento enroscar el pantalón para que el agua deje de salir.
Durante unos segundos parece haber bajado su caudal, pero sigue cayendo agua. Me saco la blusa, se me rompe un botón que rueda hasta la rejilla y cae.
El pantalón explota y pega contra cuadro. Enrosco con fuerza la blusa, la aprieto como si fuera un marinero desesperado. No sé hacer nudos.
Empiezo a transpirar por las manos, la frente, una gota pasa por entre mis pechos, los pega.
Tocan la puerta.
-¿Señorita, está bien?
No contesté. Me miro. Estoy mojada y con la ropa interior toda húmeda.
El cuadro empieza a flotar, choca con el banquito, lo empuja, se resbala, no llego a saltar.
-¿Señorita, está bien?
-Sí- grité.
Miro la bañadera, el cuadro se desarma con el banquito, mi ropa interior está mojada, me veo caída, el lienzo flota en la bañadera hasta cubrir mi pecho, mi rimel corrido se mezcla con el agua desteñida en millones de cuadros, el banquito a mis pies, mis pies que tocan el metal de la canilla, juego con la canilla, como cuando mi abuela me enjuagaba el pelo con sus manos y derramaba con sutil delicadeza agua tibia sobre mi pelo, supe ser la princesa…
El rostro de mi abuela se derramaba por la rejilla.
Me siento una princesa, soy una princesa, eterna princesa.
Llueve y mucho y sin parar y llueve, y me gusta, y no me cansa (hay cosas que se repiten y no me cansan; otras se repiten dos veces y ya me cansaron, y no me refiero a esa música que me gusta y que puedo escucharla infinidad de veces).
Agustina Saubidet Bourel
2 comentarios:
la comunión en el agua...
más besos
comunicación acuática
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