Ebelino sale como todas las mañanas a la siete, con su jeans gris, su remera limpia (la que tenga) y su bolso de futbol gastado, repleto de chucherías para vender en el centro de Trelew. De su familia sólo conservaba el nombre de su abuelo materno, Ebelino Lopez y un saco de vestir viejo que, decían, era de su tío.
Sobre la plaza principal, en frente la Iglesia, colocaba todos los días una sábana doblada en cuatro y encima de la sábana, vaciaba el contenido del bolso y lo ordenaba como si fuera un abanico de regalos (siempre para otros).
Ese oficio lo fue aprendiendo desde los 7 años, cuando se quedó definitivamente solo. Al principio se limitaba a ver lo que los otros hacían, cómo lo hacían, qué vendían. Y así Ebelino vio pasar hippies, artesanos, modas, juguetitos chinos inservibles que los padres compraban en general los domingos a la salida de la iglesia, para hacer callar a sus hijos, hasta que empezara la función de títeres.
Ahora, Ebelino tenía 15 años y ya no sólo miraba, sino que iba comprando y vendiendo diferentes cosas, probando las modas de turno (en general no se equivocaba). Tampoco ahora estaba tan sólo porque la tenía a Marta, una joven peluquera que oficiaba las veces de madre, hermana, amante, amiga, cocinera y maestra.
En la plaza de los pueblos, siempre pasan cosas, muchas, no sólo chucherías.
Al pie del monumento central, siempre estaba el loco Cañete, típico loco de los pueblos pequeños, un personaje ya histórico, que estuvo mucho antes que Ebelino y seguramente también lo sobrevivirá, porque así es la locura, eterna.
Cañete no vendía nada, sólo hablaba a grito pelado sobre las profecías de Nostradamus, eso sí, siempre parado arriba de su banquito. Parecía que nadie lo escuchaba, que nadie lo veía, pero Ebelino sí. Siempre escuchaba atentamente sus relatos e iba anotando en su libreta algunas frases que el Loco Cañete decía. Así fue, como el joven vendedor de ambuleterías, llegó a la conclusión de que el fin del mundo había ocurrido muchas veces, mismo antes de que el naciera; que no había una fecha exacta para que la humanidad desapareciera; que el fin del mundo era para cada uno, un día.
Para Ebelino, el fin del mundo iba a llegar el día que se comprara un auto, no tanto por el fin del mundo, sí tal vez para conquistarlo. Mientras tanto seguiría yendo a comer a lo de Marta, y a besarla otras tantas; seguiría yendo todos los días a la plaza con su jean gastado (y la remera limpia que tenga) a vender chucherías, a escuchar a Cañete, y tener siempre a mano su libreta y un paraguas grande, casi como una sombrilla, no vaya a ser que se venga el diluvio - pensaba Ebelino- y se me mojen las cosas y entonces no pueda comprar el auto y no llegue mi fin de mundo (ese mundo que Ebelino pareció nunca haber elegido).
Agustina Saubidet
viernes, diciembre 04, 2009
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
5 comentarios:
un relato tan mágico que le aseguro, me llevó usté agustina hasta esa plaza del sur!
un beso y gracias por el viaje
qué bueno lo que me dice! vuelva, vuelva cuando quiera, esa plaza del sur lo espera, Besos
Me gustó mucho. Y mi personaje favorito fue el loco. Típico profeta, cuando pase lo que anuncia él tendrá la última carcajada. ¡Excelente historia!
qué buen remate Mauri, excelente.
Besotes
Agrego un comenlink un poco largo acerca de la locura ambulante, que viene a veces (y otras no) de la mano de la genialidad... y nuestra necesidad de normalizarla.
http://www.tupeliculaonline.com.ar/2009/09/soloist-2009-no-megavideo.html
Gute, excelente texto.
Besos!
Leri.-
Publicar un comentario