a Juan Cruz Saubidet y Graciela Bourel
De chica, cuando estaba enferma y me quedaba en cama, mi mamá me leía mitología griega y leyendas populares del mundo entero: Brasil, China, Perú.
De todas la historias que me leía, la que más me gustaba era la de la Guerra de Troya. Había un personaje, Patroclo, que me caía bien por el sólo hecho de asociar su sonido al pochoclo o a una empanada de humita. Esa sílaba, CLO, en la boca de mi mamá, sonaba a canto de ranita después de la lluvia a la hora de siesta, una dulzura eterna que hasta el día de hoy recuerdo con tierna exactitud.
Lo que no recuerdo bien es qué versión del mito me leía; pero sí recuerdo su voz nítida, pausada, metiéndome en la historia como si la estuviera viviendo, ahí mismo, adentro del caballo; su mano dando vueltas la hojas y los millones de detalles del relato que mamá se detenía a contarme y explicarme, con cuidado, profundidad y sencillez (creo que gracias a ella amo tanto la filosofía).
Papá en cambio era mucho más frío. Formalmente académico.
Recuerdo que cuando tenía siete u ocho años, mi viejo daba clases en la facultad de ingeniería que estaba por paseo Colón; y con mi mamá y mi hermana lo íbamos a buscar a la noche. Recuerdo el edificio gigante, con sus eternas escalinatas, sus pasillos largos, sus techos altos, la madera, el mármol. Tenebroso de noche.
Tenebroso de noche, hasta que llegaba al aula donde mi papá daba clases.
Como siempre llegábamos un cachitín temprano, yo me apoyaba en la puerta del aula y lo veía, allá en el fondo, con su pizarrón y su portafolios apoyado en el enorme escritorio.
Sabía que no podía entrar al aula hasta que oficialmente no se terminara la clase y para mí, la señal de la entrada y el fin de mi espera, era cuando los alumnos se iban. Entonces, yo avanzaba por el corredor del medio del aula, feliz, como si fuera una princesa.
Siempre había algunos alumnos que se quedaban a preguntarle cosas a mi viejo, y yo me sentía orgullosa porque en ese momento, mi papá me presentaba: “Agustina, mi hija menor”. Mientras hablaba con los alumnos papá se limpiaba un poco las manos (porque las tenía llenas de tiza) y con cuidado iba cerrando su portafolios y poniéndose su saco azul, un saco azul…
Cuando ya estaba todo listo para irnos, papá (casi por instinto o por costumbre o por amor) guardaba un pedazo de tiza en el bolsillo de su saco. Después, me tomaba de la mano y me dejaba que le llevara el portafolios.
Cuando bajábamos la escalera que da a la Avenida Paseo Colon (esa escalera que me hace acordar a las construcciones griegas que mi mamá con tanto detalle me describía), mi papá con cuidado sacaba la tiza blanca de su bolsillo y me la regalaba. Yo, entonces, fascinada con mi tiza, le devolvía su portafolios; y mientras mi mano izquierda se llenaba de tiza, con mi mano derecha le sostenía su mano; y bajábamos juntos la escalera para luego ir a buscar el auto e irnos a comer afuera los cuatro.
Creo que la docencia es una pasión, una pasión que heredé de los dos: de mi papá tal vez más la entereza para plantarse delante de los alumnos, superando el miedo a exponerse; saber que una clase tiene que estar bien preparada por respeto a los alumnos, pero sabiendo de antemano también, que uno no sabe TODO. (aunque eso es más mío).
Exigir de uno mismo y de los alumnos, lo máximo POSIBLE, que piensen, que sientan, pero también siempre darles lugar a escucharlos, a sus preguntas, a sus reflexiones. Eso para mí es la docencia, que sin la pedagogía fantástica, maravillosa, poética y sensible de mi madre, esa retórica envidiable (que siento nunca alcanzaré) jamás hubiera podido ser docente.
La docencia exige dos condiciones indispensables: la generosidad y el coraje para el salto. Y el salto es de todos, de los alumnos y mío también, un salto que supieron dar mis padres para tomarme de la mano y ayudarme a mí también a saltar con ellos y más allá de ellos, también.
Gute
PD: Gracias por la vida que me dieron y por tanto más. Los AMO