El bar ya estaba enmudecido de aplausos. Ahora disfruta el placer de tocar sólo para él, sin desear más manos que las suyas sobre esas teclas amarillas y negras. Tenue atmósfera de jazz impregnada de perfume de parejas, de noche de amigos, de testigos de silencios, cómplices, como los vasos vacíos que de a poco se van limpiando sobre el mostrador de la barra hasta que el barman elija cual será el próximo afortunado: “¿por dónde empezar?”
- “¡Tócala de nuevo Sam!”- grita desde el mostrador el barman con su sonrisita de “côté”, repasador enganchado en el bolsillo izquierdo- ¡Una que sepamos todos!”
El músico sonríe la victoria de contar con la libertad de elegir.
Entre unas mesas del fondo y la niebla del tabaco ya quemado, una joven se aproxima. La luz de la barra por un momento irrumpe en su andar, marcando su silueta: el barman alcanza a verla, el músico no… ella se acerca sigilosa al escenario, midiendo cada uno de sus pasos, como si cada uno cayera en el compás correcto, luego de un silencio de negra.
Se sienta en la mesa más próxima a la columna: no esperaba ser musa, pretendía simplemente estar escondida entre aquellos acordes, acariciada por esa brisa de nostalgia justa, de vida deseosa y urgida de ser vivida, vivida a tiempo, degustada como un buen vino.
El músico mira al barman: -“¿Te quedó algo de Chateau Vieux?”
El barman vuelve a sonreírle de “coté”. Deja el trapo húmedo, pero aún tibio sobre el mostrador y se acerca a darle su última copa.
- “Tome, pero no deje de tocar”- dijo el barman. Esa maldita costumbre de no tutearlo sabía más a envidia que a respeto. Así se miraron durante un instante, hasta que el barman recordó porque estaba ahí y comenzó a acomodar las sillas. El músico tomó un trago de vino, lo apoyó sobre el borde del piano, junto al cenicero de vidrio opaco donde descansaba su último cigarrillo…
De repente un otoñal sonido de acordes se asoma en el vacío de aquella madrugada y “las hojas muertas” comienzan a caer caducando aún más la noche.
Ella llora sonriente odiando la elección del músico. El barman la ve y pretende ofrecerle consuelo con otro trago (lo único que podía ofrecerle a esa altura de la noche un barman, aunque su deseo era descansar entre sus piernas por primera vez, sabiendo que sería la única).
Ella dice -“Gracias, no quiero tomar más”.
El barman vuelve a sacudir las cenizas y las cáscaras de maní que yacen olvidadas en la mesa (fiel reflejo de lo que queda de una noche de diversión de otros, “como todas las noches” piensa el barman). Las tira con bronca y descuido, las deja caer, las empuja con el repasador que ahora cuelga de su mano…y quedan ahí, cenizas y cáscaras, esparcidas por el suelo, recuerdos ya olvidados de lo que queda cada noche de su cuerpo, sólo eso, pedazos de cáscaras vacías, tragos sin terminar, colillas impregnadas de nicotina: cenizas de fuego que ya no quema…
-“Estamos por cerrar”- le dice el barman resignado a no tenerla y sabe que sólo es eso, un barman, un cuerpo de ceniza.
Ella se apresura a secarse el rostro. El rimel ha dibujado el sendero de lágrimas que lo ha recorrido, la huella del brutal encuentro con ella misma que sabe que jamás volverá a ser para ella primavera.
Toma rápido su saco gris y envuelve sus hombros con el perfume de noches pasadas.
Cierra la puerta del bar queriéndose olvidar de su trago, de la galantería absurda del barman, del misterio de las manos del pianista, de las “hojas muertas” envueltas en millones de acordes de otoño.
Llueve. Es de madrugada de invierno porteño que huele el asfalto. Las luces ridículas de la avenida encendida luchan en vano contra la oscuridad de los cuerpos que garúan por eternas soledades, por felicidades efímeras, por siluetas olvidadas, por cuerpos de ceniza, como el del barman, el del pianista, el de ella.
Para las hojas muertas, jamás llega la primavera.
- “¡Tócala de nuevo Sam!”- grita desde el mostrador el barman con su sonrisita de “côté”, repasador enganchado en el bolsillo izquierdo- ¡Una que sepamos todos!”
El músico sonríe la victoria de contar con la libertad de elegir.
Entre unas mesas del fondo y la niebla del tabaco ya quemado, una joven se aproxima. La luz de la barra por un momento irrumpe en su andar, marcando su silueta: el barman alcanza a verla, el músico no… ella se acerca sigilosa al escenario, midiendo cada uno de sus pasos, como si cada uno cayera en el compás correcto, luego de un silencio de negra.
Se sienta en la mesa más próxima a la columna: no esperaba ser musa, pretendía simplemente estar escondida entre aquellos acordes, acariciada por esa brisa de nostalgia justa, de vida deseosa y urgida de ser vivida, vivida a tiempo, degustada como un buen vino.
El músico mira al barman: -“¿Te quedó algo de Chateau Vieux?”
El barman vuelve a sonreírle de “coté”. Deja el trapo húmedo, pero aún tibio sobre el mostrador y se acerca a darle su última copa.
- “Tome, pero no deje de tocar”- dijo el barman. Esa maldita costumbre de no tutearlo sabía más a envidia que a respeto. Así se miraron durante un instante, hasta que el barman recordó porque estaba ahí y comenzó a acomodar las sillas. El músico tomó un trago de vino, lo apoyó sobre el borde del piano, junto al cenicero de vidrio opaco donde descansaba su último cigarrillo…
De repente un otoñal sonido de acordes se asoma en el vacío de aquella madrugada y “las hojas muertas” comienzan a caer caducando aún más la noche.
Ella llora sonriente odiando la elección del músico. El barman la ve y pretende ofrecerle consuelo con otro trago (lo único que podía ofrecerle a esa altura de la noche un barman, aunque su deseo era descansar entre sus piernas por primera vez, sabiendo que sería la única).
Ella dice -“Gracias, no quiero tomar más”.
El barman vuelve a sacudir las cenizas y las cáscaras de maní que yacen olvidadas en la mesa (fiel reflejo de lo que queda de una noche de diversión de otros, “como todas las noches” piensa el barman). Las tira con bronca y descuido, las deja caer, las empuja con el repasador que ahora cuelga de su mano…y quedan ahí, cenizas y cáscaras, esparcidas por el suelo, recuerdos ya olvidados de lo que queda cada noche de su cuerpo, sólo eso, pedazos de cáscaras vacías, tragos sin terminar, colillas impregnadas de nicotina: cenizas de fuego que ya no quema…
-“Estamos por cerrar”- le dice el barman resignado a no tenerla y sabe que sólo es eso, un barman, un cuerpo de ceniza.
Ella se apresura a secarse el rostro. El rimel ha dibujado el sendero de lágrimas que lo ha recorrido, la huella del brutal encuentro con ella misma que sabe que jamás volverá a ser para ella primavera.
Toma rápido su saco gris y envuelve sus hombros con el perfume de noches pasadas.
Cierra la puerta del bar queriéndose olvidar de su trago, de la galantería absurda del barman, del misterio de las manos del pianista, de las “hojas muertas” envueltas en millones de acordes de otoño.
Llueve. Es de madrugada de invierno porteño que huele el asfalto. Las luces ridículas de la avenida encendida luchan en vano contra la oscuridad de los cuerpos que garúan por eternas soledades, por felicidades efímeras, por siluetas olvidadas, por cuerpos de ceniza, como el del barman, el del pianista, el de ella.
Para las hojas muertas, jamás llega la primavera.
Agustina Saubidet Bourel (texto original La copa de vino año 2000, reeditado 2009)
PD: mi hermana acaba de pasarme una versión hermosísima que hizo Iggy Pop de "les Feuilles Mortes" pueden buscarla por youtube...no es jazz pero es increíble (tenías razón hermanilla, el clarinete final es sublime)
"Les feuilles mortes" (Las hojas muertas letra J. Prévert- música J. Kosma)
Oh! je voudrais tant que tu te souviennes
Des jours heureux où nous étions amis.
En ce temps-là la vie était plus belle,
Et le soleil plus brûlant qu'aujourd'hui.
Les feuilles mortes se ramassent à la pelle.
Tu vois, je n'ai pas oublié...
Les feuilles mortes se ramassent à la pelle,
Les souvenirs et les regrets aussi
Et le vent du nord les emporte
Dans la nuit froide de l'oubli.
Tu vois, je n'ai pas oublié
La chanson que tu me chantais.
C'est une chanson qui nous ressemble.
Toi, tu m'aimais et je t'aimais
Et nous vivions tous deux ensemble,
Toi qui m'aimais, moi qui t'aimais.
Mais la vie sépare ceux qui s'aiment,
Tout doucement, sans faire de bruit
Et la mer efface sur le sable
Les pas des amants désunis.
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