sábado, febrero 25, 2006

Buenos Aires- Desde el puente del Pasto

A Pedrín

Es raro ver la luz que encandila, pues el acto mismo de ver es encandilante en su más abierta expresión.
Es sábado, 9 de la mañana, estoy en una plaza y gracias a la agresividad de la luz del sol puedo percibir otras cosas. Al ras de la tierra descubro por primera vez la imagen que se forma cuando el viento mueve las hojas de los pastos desparejos del Parque Las Heras; los reflejos que forman son como la espuma del mar -creo que ayer soñé con el mar, lo extraño-.
Por aquí a mi lado pasan perros y empleados de gobierno vestidos de verde que pinchan y juntan, cual salchichas de copetín, los residuos de otros, siempre de otros.
Si uno va bien temprano a la plaza un sábado o un domingo, tiene el privilegio de poder reconstruir la noche anterior de cada uno de esos personajes que nos cruzamos y que el sol algunas veces nos permite ver. Allá por ejemplo, esos dos, vestidos de negro, abrigados hasta la manija –¿ayer hizo frío?- se miran y se tientan como suponiendo que nadie los ve, se despliegan en el banco y sus salivas mutuas corroen la pintura verde del banco, ya corroída –“después dicen que no cuidamos la ciudad”, ¡cuántos bancos descascarados y cuántas salivas valientes!”- Indudablemente vienen de bailar -por el negro y por sus caras- o tal vez simplemente son gordos y les joden tanto los rollos que en vez de sacarse fotos, se visten de negro.
También claro, están las damas cincuentonas que vienen a hacer yoga bien tempranito para sentirse menos desgraciadas -mientras sus ex maridos se van despertando con sus nuevas mujeres de veinte-. ¿Será que estas mujeres creen sentirse mejor con ellas mismas haciendo esos movimientos incesantes de giros y copas imitando quién sabe qué animal exótico como un koala en extinción?; ¿sabrán ellas que tienen menos elasticidad que la cara de un humano después de 20 cirugías? Me sonrío. Si mis matemáticas no fallan, dentro de 22 años -y no falta tanto- seguramente haré las mismas boludeces; claro está, con más elasticidad y menos cirugías.
Hace frío. Empieza a joderme el viento y los perros –y el ruido de los autos también-.El pasto no, no me jode, me sigue gustando su reflejo.
Una gorda señorona toda vestida de negro, con tajo aguja, bajo el sol pasea a su pastor alemán tan gordo y peludo como ella, salvo que su perro tiene un bozal en la boca y la señora, un rouge vermelho intenso. Me detengo a mirarla. Parece un personaje interesante. Se pone a buscar cosas en el pasto –¿serán colillas de cigarrillos? ¿se las querrá fumar? ¿O trabajará para greenpeace? Pues no, no resultaron ser colillas de cigarrillos-. Buscaba ramitas de árboles que muy agraciadamente lanzaba hacia el aire para que su perro corriera y las recogiera con su boca de bozal.
Sin dudas, la luz encandila y qué bueno que sea así. Agarro mi libro de Badiou, mi mochila y mi manzana; y cantando bajito me voy para casa, no sin antes despedirme del pasto a quien le digo “gracias, por encandilarme” pues me he dado cuenta de que es preferible ver con los ojos bien abiertos aquello que encandila, a comer imágenes con bozales en los ojos. Agustina Saubidet

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