Se fue cuando había caído la noche pero cerró la puerta sin llaves, ¡esperanzas de la vida! Asfixió a Cupido en un bolso lleno de recuerdos sin polvo y llamó el ascensor. Dejó la flecha en el pasillo por si acaso, cuando se me ocurriera salir a dejar la basura, esencia de mi alma y estímulo de mi manera de sentir, de actuar, y de vivir, se me ocurriera clavarla en el corazón con el que me encargué de alfombrar cada lugar común. Abandonó la planta de albahaca con la que hoy ornamenté el balcón, digna invitación al cobarde suicidio, pero el aroma que ella dejó en las almohadas se vuelve un verdadero hastío en cada inhalación, locura etérea, el tedio me convirtió en un estropajo con el que friego la impronta de su pasión gitana sobre mi piel. Ni treinta y tres tabacos fueron capaces de arrancar el sabor de su boca estacado en la bombilla de un mate cada vez más amargo. Transita alerta por la planta baja, quizás espere que la tomen nuevamente de su hombro. Creí haber perdido el miedo a la oscuridad cuando tenía 8 años, tal vez 9. Qué grande se volvió el colchón y qué extensa la demencia de la noche decrépita. No me arrepiento de mis intermitentes fastidios por el desorden ni por los cinco vasos sucios que ella se encargaba de distribuir por el comedor, la habitación y la cocina, pero los extraño y ahora no tengo donde buscarlos. ¿Segura caminaba por Hidalgo cuando cruzaba Yerbal? Quizás un poco más cuando al fin pisó Rivadavia. Un whisky barato funcionó como domador de lágrimas salvajes e inútiles que imploraban que se quede. Me volvió el dolor en la columna y las T4 ya no pernoctan posadas en su mesa de luz. Eso sí, cambié la rutina: unos discos de los Rolling Stones me arrebataron la tarde. El ascensor se detuvo en el sexto piso. Le pido una prórroga a mi pulso acelerado; como siempre, la llave con la que tiene que abrir es la última que toma entre sus frágiles manos y la melodía apresurada precipita el cascabel de la serpiente a punto de morder donde ya estaba roído. ¡Me olvidé! También tengo vecinos. Ella trabaja cruzando la calle. Hoy nadie me recibió de ni buen humor ni alterado. No me canso de esperar una salida con retraso en su labor cotidiano. Ya perdí su rastro; su rostro también. La última vez que la vi el estado etílico deformó sus suaves facciones endurecidas por la decisión. Ya no la encuentro. Dónde estará amotinada entre duelos e incertidumbres. Aguarda que su teléfono suene como muestra de que aun la amo. Sus fotos se refugian en la fría oscuridad de un cajón que ya no pienso abrir. A veces, sí. Quién será su asesor de rupturas conyugales. Dónde ha quedado su último y desnutrido beso sobre mi mejilla anestesiada. Ya no recuerda el camino, seguro se perdió. ¿Dónde puedo buscarla más que en los dos mil días que pasamos juntos? Enfurecido rompo el papel. Vuelvo a escribir. El tabaco treinta y cuatro se está por encender.
FER
NANDO
martes, marzo 07, 2006
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
1 comentarios:
Una nube se formó.
Muy transparente.
Saludo.
Publicar un comentario