
Me he dado cuenta de que la muerte tiene olor. Me di cuenta cuando hablé con Laura, le hermana del electricista que hizo trabajos en casa (yo suelo hablar mucho con la gente, sobre todo cuando puedo pasar un rato y me gusta pasar rato con gente).
El asunto es que Laura vino hasta casa a ver cómo habían terminado el trabajo, después caminamos un par de cuadras juntas y sentí ese olor y me contó de su enfermedad, que tiene cáncer, hace años, que lucha mucho por vivir, que hace 10 años que lucha.
Me acordé de mi abuela, de los chicos de cromagnon, pensé en Laura y en su olor y me pregunté si ella lo percibiría.
Es un olor difícil de describir. No es un olor feo, un olor sucio, es un olor a plástico denso, a remedio…no sé, hay quien dice que es olor a flores de cementerio. Yo no podría definirlo con exactitud, tendría que volverlo a oler para describirlo con mayor precisión, pero la verdad es que preferiría no olerlo nunca más.
No es como el olor a la canela que no me gusta y detesto cuando al capuchino lo arruinan con eso. La canela me da asco; pero puedo olerla (no mueve ninguna emoción, simplemente no me gusta); en cambio el olor a muerte no puedo dejar se sentirlo y de percibir un único sentido cada vez que lo huelo: la muerte anda cerca.
Hoy otros olores que me gustan mucho más. El olor a verano que está por llegar e invade todo buenos aires. Es un olor nítido, claro, cálido; me hace sonreír, rejuvenecer, me aliviana, sobre todo cuando ese primer viento de primavera, de finales de octubre, entra en mis fosas nasales.
Ojalá uno pudiera mezclar estos olores. No sé, mezclar el olor a muerte con el olor a verano y tal vez hacer de eso, un olor a vida nueva, menos mortificante y sin canela, por favor.
Agustina Saubidet Bourel